El 9 de septiembre la iglesia celebra la memoria de San Pedro Claver, un hombre cuya vida tiene mucho por decir. Reproducimos un texto de Antonio Caballero, tomado de "La Historia de Colombia y sus Oligarquías" a propósito del santo, 'esclavo de los esclavos'.
A mediados del siglo XVII Cartagena de Indias tenía una población de cinco o seis mil habitantes, de los cuales sólo un tercio eran españoles, y el resto esclavos negros. Ya no quedaban indios.
Cartagena era entonces el principal mercado de esclavos de América: más de la mitad de los traídos de África en los siglos XVI y XVII llegaron por su puerto para repartirse luego por todo el continente, al ritmo de unos dos mil por mes. Escribe el jesuita Alonso de Sandoval en su tratado De la salvación de los negros (entendida como salvación espiritual): “El maltratamiento es tan malo, dáles tanta tristeza y melancolía, que viene a morir un tercio en la navegación, que dura más de dos meses; tan apretados, tan sucios y tan maltratados, vienen de seis en seis encadenados por argollas en los cuellos, asquerosos y maltratados, y luego unidos de dos en dos con argollas en los pies…”.
El primero en traer esclavos negros al Nuevo Mundo fue el Descubridor Cristóbal Colón. La esclavitud persistía en el Occidente cristiano como cosa natural, aunque circunscrita desde la Edad Media a los infieles: musulmanes o paganos. Y viceversa: los piratas berberiscos del Mediterráneo hacían en sus galeras de remeros forzados frecuentes razias primaverales para tomar esclavos cristianos en las costas de Italia y España (alguna vez llegaron hasta Islandia, y unas cuantas a Inglaterra). Así, por ejemplo, Miguel de Cervantes pasó cinco años cautivo en los “baños” (las prisiones) de Argel, como lo cuenta él mismo en una comedia de ese título y en un episodio del Quijote. Dice un poema de Góngora:
“Amarrado al duro banco
de una galera turquesca
un forzado de Draguten
la playa de Marbella
se quejaba al ronco son
del remo y de la cadena…”.
(Dragut fue uno de los más célebres piratas berberiscos del siglo XVII).
Sin embargo la esclavitud más habitual y numerosa, y cuya legitimidad ni siquiera se discutía, era la de los negros africanos, presa tanto de los musulmanes como de los cristianos. Eran considerados por los teólogos y juristas de ambas religiones, y por supuesto también de la judía predecesora de las dos, como una raza destinada a la servidumbre: descendía de Cam, el hijo del patriarca bíblico Noé a quien castigó Dios por haberse burlado de su padre cuando lo vio borracho. En la Europa renacentista esa esclavitud era relativamente marginal, limitada a la servidumbre doméstica de las grandes casas aristocráticas. Y en el amanecer de la Conquista eran esos los esclavos que se traían de España: negros “ladinos”, ya bautizados, comprados en Portugal (con respecto a los negros, la Iglesia había levantado la prohibición de someter cristianos a la servidumbre). A partir de las Leyes Nuevas de Carlos V que abolieron la esclavización de los indios, y ya diezmados éstos e inservibles para trabajos rudos de las plantaciones de las islas y las minas de la Tierra Firme, se empezaron a importar directamente desde África negros “bozales” sin domar. La Corona española otorgaba los asientos (monopolios) de saca de negros a los tratantes extranjeros: portugueses primero, y desde el siglo XVII, al vaivén de las guerras europeas de España, a compañías privadas holandesas y luego francesas y finalmente inglesas. Nunca fue España buena para el comercio, ni siquiera de esclavos. La Corona, digo, se limitaba a cobrar las concesiones y franquicias.
En esas circunstancias llegó a Cartagena un tímido novicio catalán llamado Pedro Claver. Sus superiores del colegio jesuítico de Mallorca lo habían juzgado insignificante: con la característica arrogancia intelectual de los miembros de la Compañía de Jesús, le achacaban “un discernimiento inferior a la media” y “un mediocre perfil en las letras”, y lo consideraban sólo “bueno para predicar a los indios”. Por eso a las Indias vino: al Nuevo Reino de Granada. A Santa Fé para hacer los indispensables papeleos, a Tunja luego para forjarse el alma en el frío que cala los huesos, y finalmente, en 1616, a Cartagena para cumplir la misión de su vida: convertirse en el esclavo blanco de los esclavos negros. Así lo estampó con su firma en un papel el día en que cantó su primera misa, a los treinta y cinco años: “Petrus Claver, aethiopian semper servus” (Pedro Claver, esclavo de los negros (etíopes) para siempre”).
De pocas letras: sólo escribió esa frase en latín, una carta en catalán a su padre preguntando por la familia, y otras pocas en castellano a sus superiores de la orden narrando los detalles de la vida derivada de su escueta promesa. Una vida de la cual diría trescientos años después el papa León XIII que era la vida de hombre que más lo había impresionado, después de la de Jesucristo. Una vida pasada en las sentinas de los barcos negreros que fondeaban en el puerto con su carga de carne humana, a donde acudía cargado con un canasto de frutas y de vino y acompañado de intérpretes de media docena de lenguas africanas. El padre Sandoval, su superior en el convento de Cartagena, lo describe “soportando la hediondez de los cuerpos putrefactos y de las negrísimas heces…”. Y Claver cuenta:
“Juntamos a los enfermos. Entre ellos había dos muriéndose, ya fríos y sin pulso. Tomamos una teja de brasas y sacando varios olores dímosles un sahumerio, poniendo encima de ellos nuestros manteos, que otra cosa ni la tienen encima, ni hay que perder tiempo en pedirla a sus amos. […] Les estuvimos hablando, no con lengua, sino con manos y obras, que como vienen tan persuadidos de que los traen para comerlos, hablarles de otra manera fuera sin provecho. Asentámosnos después, o arrodillámosnos junto a ellos, les lavamos los rostros y vientres con vino, y alegrándolos, y acariciando mi compañero a los suyos y yo a los míos les comenzamos a poner delante cuantos motivos naturales hay para alegrar a un enfermo”.
Entre barco y barco se ocupaba de bautizar a los negros —se le atribuye la inverosímil cifra de 300.000 bautizos en cuarenta años— y de cuidar y consolar a los enfermos. A los leprosos del hospital de San Lázaro les llevaba bandas de música. A los condenados a muerte por la Inquisición, que en Cartagena se especializaba en quemar esclavas negras acusadas de brujería, les llevaba al cadalso perfumes y bizcochos. Lo veneraban los esclavos. Las señoras de Cartagena lo despreciaban porque olía feo, a negro, y decían que profanaba los sacramentos al darlos a gentes que casi no tenían alma, y le criticaban que se mostrara “hosco en demasía con las clases altas”. Lo cual era cierto: se excusaba de oírlas a ellas en confesión alegando que su confesionario era demasiado estrecho para que cupieran sus anchos miriñaques y guardainfantes. Pero contaba con el apoyo no sólo de su rector, el erudito padre Sandoval, sino del general de los jesuitas, Muzio Vitelleschi, a quien por lo visto no le llegaban a Roma los malos olores del puerto caribe.
Así que poco a poco fue ganando fama, no ya de extravagante, sino de santo, y se decía que hacía milagros (que después fueron aceptados por la Iglesia en el proceso de su canonización, que comenzó a los cuatro años de su muerte). Milagros como resucitar a los muertos para que pudieran recibir la extremaunción, o si era el caso el bautismo, estando todavía vivos, o por lo menos redivivos. Cuando murió, víctima de la peste de 1650, llegaron muchedumbres que querían tocar al santo, blancos y negros, esclavos malolientes y señoronas de miriñaque que pretendían arrancarle unos cabellos, un jirón de la camisa o del manteo sucios de sudor y de sangre de esclavos.
Un justo en una ciudad de ignominia. O un policía bueno en medio de los policías malos, que ayudaba a que los esclavos aceptaran con mansedumbre su terrible suerte gracias al consuelo de la religión. “Opio del pueblo”, como se diría siglos más tarde. Porque los negros bautizados por Pedro Claver se salvarían en la otra vida, pero en esta seguían siendo esclavos. Una instrucción dada a los mayordomos de las haciendas de la Compañía de Jesús concluía diciendo: “Hagan buenos christianos a los esclavos y los harán buenos sirvientes”.
Pero es que, justamente, faltaban siglos para que la esclavitud de los negros empezara a escandalizar a los filósofos y alguien empezara a hablar de abolirla. El santo catalán de Cartagena no la discutía, pero la aliviaba “no con lengua, sino con manos y obras”. Comunión para las almas, como indicaba el libro del padre Sandoval: pero en primer lugar limones y naranjas para el escorbuto, y vino y aguardiente para el ánimo, y música y perfumes para el tránsito de la muerte. No era tan corto de criterio como pensaban sus maestros de Mallorca, sino que, por el contrario, tenía un discernimiento espiritual superior: a los necesitados les daba lo superfluo.
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