top of page

El que persevere hasta el fin, se salvará (Mt 10, 22).

De la perseverancia en la oración


1. La oración: sinónimo de la vida espiritual


En una de sus últimas catequesis, el Papa Francisco nos exhortaba a perseverar en la oración, explicando que "la oración es como el oxígeno de la vida. La oración es para atraer sobre nosotros la presencia del Espíritu Santo que siempre nos guía hacia adelante". Y yo diría no solamente que la oración es como el oxígeno, sino que la oración es el mismo oxígeno de nuestra vida, aquello sin lo cual el hombre nuevo se asfixia, para terminar anegado y enfangado en las querencias del hombre viejo, en sus costumbres, en sus automatismos y en sus comodidades.


Tanto es así que la única cosa que interesaba a los Padres del Desierto –y así se puede leer casi obsesivamente en la Filocalia (un compendio de los escritos de grandes místicos del monacato oriental)– era la oración: oración constante, oración inquebrantable, inalterable, inextinguible. San Marcos el asceta decía que la oración no es propiamente una virtud, sino "la madre de todas las virtudes; las genera, en efecto, uniéndose a Cristo". Así pues, llámese oxígeno del hombre nuevo, llámese madre de virtudes, nos parece que sin la oración la vida del espíritu es nada. Por eso, no es que la oración sea algo como un complemento a nuestra vida espiritual, algo que hacemos entre otras cosas –como, por ejemplo, atender a nuestros hermanos cuando lo requieren, acudir al templo, participar en la comunidad, etc.–. No. La oración es ella sola y por sí misma, toda la vida del espíritu.


Si uno, sabiendo ya que todo es orar y que solo basta orar, se acerca a textos como El peregrino ruso –continuador de las tesis de la Filocalia– puede quedar inmediatamente abatido. Porque lo que se propone ahí es que toda nuestra vida cotidiana, con sus trabajos, sus afanes, sus tareas, sus alegrías y sus pesares, sea un único acto de oración. Ya sea mediante la repetición del nombre de Jesús, ya sea mediante la ascesis, todo lo que hagamos ha de ser en y desde la oración. Y esto ya no solo nos parece una tarea ardua, dificilísima, sino que empieza a suscitar duras cuestiones. Porque: ¿cómo voy a estar yo orando mientras organizo la contabilidad de mi empresa?, ¿cómo voy a estar yo orando mientras limpio la casa?, ¿cómo voy a estar yo orando cuando alguien se me cuela en la fila del supermercado? Estas cuestiones, que ciertamente son una sola, nos ponen ante dos opciones de respuesta. Ambas acordes, ambas posibles y deseables y, sin embargo, una más plena que la otra.


La primera consiste en entender, muy adecuadamente, que orar es un acto de naturaleza muy distinta a los demás y que, como tal, requiere su espacio, su momento, sus circunstancias. Esto nos parece evidente. Orar no es lo mismo que hacer cuentas, que barrer el patio o que ir a comprar tomates. Orar consiste, por ejemplo, en meditar sobre un texto sagrado –lectio divina–, en repetir en nuestra mente esta o aquella oración –"Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten misericordia de mí, pecador"– o sentarse en silencio. Y todo esto, naturalmente, no se puede hacer a la vez que calculamos nóminas o pensamos ahorrar en las compras.


Para orar necesitamos de un momento de tiempo, de un lugar y de una serie de directrices incompatibles con otros quehaceres. En la tradición monástica, esta disparidad entre las actividades cotidianas y la actividad de orar queda expresada en el conocidísimo lema del ora et labora: trabaja, haz lo necesario para desarrollarte en este mundo, en tu comunidad, en tus circunstancias, pero no olvides jamás que tales cosas han de ir acompañadas por momentos y lugares de oración efectiva, sea del tipo que sea.


Esta primera opción, comparada con lo que se propone en la Filocalia o El peregrino ruso es, si queremos, un tanto débil. De hecho, ¿en qué queda nuestra vida entonces? ¿Tomaremos una bocanada de oxígeno un rato al día para luego vivir asfixiados y envejecidos en la mayor parte de nuestras horas? ¿Es así como hemos de vivir? Teilhard de Chardin explica en El medio divino que una vida tal es el caso más frecuente en el que nos hallamos los cristianos: en este caso, el sujeto "renunciará a comprender; nunca totalmente a Dios, nunca enteramente a las cosas; imperfecto a sus propios ojos, insincero ante el juicio de los hombres, se resignará a llevar una doble vida".


La otra opción –que aparece también mentada en la catequesis de Francisco– pasa por entender la oración de otro modo. No como un acto peculiar, distinto a otros y hasta incompatible con otros. Ahora la oración es una disposición, una cierta intención del alma. Apelando al pasaje de la viuda que pide con insistencia justicia al juez (Lc 18, 1-8), Francisco explica que "esta parábola nos hace comprender que la fe no es el impulso de un momento, sino una valiente disposición para invocar a Dios". En este pasaje evangélico, se ve muy bien la diferencia que venimos resaltando, a saber, la que existe entre entender la oración como un cierto acto diverso a otros y entenderla como una aptitud: porque lo importante no es que la viuda clame justicia ante el juez en este momento, ahora, hoy, sino que retorne constantemente a él. Eso es lo primero y lo más necesario, pues "oíd lo que dice el juez injusto; y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les hace esperar? Os digo que les hará justicia pronto".


Esta segunda opción nos permite andar más relajados ante ese abatimiento que provoca la Filocalia. Pues si orar ya no es tanto un acto peculiar cuanto el deseo o disposición constante de volver a Dios, ya nos parece que la oración entera es compatible con cualquier cosa. Mientras hago cuentas, puedo tener todo mi corazón y toda mi intención en Dios, sin que sea necesario que esté de hecho en silencio o que de hecho esté meditando en este o aquél texto o que de hecho esté repitiendo el nombre de Jesús.


Sin embargo, lo que por un lado viene a relajarnos, por otro viene a apabullarnos. ¿Cómo es eso de tener "todo nuestro corazón" en Dios? ¿Es posible estar en Dios en todo momento? ¿Cómo podré estar en Dios haciendo un trabajo que aborrezco? ¿Puedo estar en Dios cuando me parece que toda mi circunstancia confabula contra mí, cuando todo me es difícil, arduo y áspero? ¿Puedo estar en Dios cuando ninguno de mis quehaceres se dirige directamente a él? Y es que, si nuestra primera opción nos parece débil, ahora esta nos parece demasiado fuerte: parece que toda la vida espiritual se cifra en estar siempre dispuesto hacia Dios, orientado a él. Y esto, por muy duro que nos parezca, es lo que hay. La vida del espíritu, cuyo centro es la oración, no puede ser jamás una "doble vida", una vida tibia. Dios no quiere medias tintas: nos quiere a nosotros total y enteramente dirigidos siempre a su Rostro.


Ante el panorama de una vida a medias –o, lo que es igual, una oración a medias– y ante el apabullante mandato de la oración incesante no podemos sino sentirnos aterrados. ¿Qué haré yo, si mi vida es tan ajetreada que apenas encuentro momentos para retirarme a orar? ¿Qué haré yo, además, si siendo incapaz de esta oración momentánea y débil soy también incapaz para la otra, que parece exigir todas las fuerzas? En su catequesis, Francisco ofrece una respuesta simple, de una palabra: perseverancia. La vida a medias se esquilma mediante la perseverancia y la oración perpetua se perpetúa mediante la perseverancia. Solo necesitamos eso.


2. Quien persevera es como la viuda: cruzando el umbral


Perseverar, como acabamos de exponer, es lo que hacemos quienes sabemos que la oración no es un mero apoyo auxiliar en el que podemos descansar de vez en cuando; asimismo, es lo que hacemos quienes hemos constatado la extrema dificultad de estar en todo momento dispuestos u orientados a Dios.


La misma noción de "perseverancia" significa que quien es perseverante lo es en virtud de un trabajo, de un esfuerzo, de una voluntad. Y si bien nada más cierto, es preciso no olvidar que la perseverancia acontece dentro del misterioso equilibrio que se da entre nuestra voluntad y la gracia. De modo simple: no podemos perseverar si no ponemos de nuestra parte y si Dios no pone de la suya. Para dar cuenta de este delicado equilibrio de modo sencillo –obviando las complejas y largas disputas que ha suscitado la relación voluntad/gracia– podemos recurrir a una metáfora, más que conocida, tomada de los Salmos: "Como jadea la cierva, tras las corrientes de agua, así jadea mi alma, en pos de ti, mi Dios" (Salmos, 42, 2). Dada esta analogía, lo que pone Dios es la sed, la sed que se apodera la cierva; y lo que pone la cierva es su ir en pos de Dios, su salir a la búsqueda de agua fresca.


Explica el anónimo autor de la Nube del no saber que la sed de Dios es algo que siempre experimentamos, algo que permanentemente está clamando e insistiendo el fondo del alma. Muchos podrían decir que eso no es cierto, porque en la mayoría de los momentos de nuestra vida cotidiana, tal sed no está presente, no la vemos por ningún lado. Permítaseme una sutileza: supongamos que alguien vive junto al curso de un río o junto al mar. Es seguro que en la mayoría de momentos, quienes así viven, no escuchan el fluir de las aguas ni el rugido de las olas, siendo, empero, que estos sonidos están siempre presentes. Con la sed de Dios ocurre algo similar. De esta manera, bástenos estar bien pendientes al hondón del alma, pues es ahí donde, de fondo y a poco volumen, hay algo sonando, teniendo sed, pidiendo ese agua que es Dios.


Estar pendiente al hondón del alma es ser como la viuda, quien constantemente atraviesa el umbral del juzgado para hablar con el juez; nosotros, al igual que ella, hemos de atravesar el umbral de nuestro corazón para descubrir en él que carecemos de Dios y que andamos sedientos de Él. En este primer y pequeño paso se contiene toda nuestra perseverancia, porque cuando vemos cuánta sed tenemos –sed que ha puesto ahí Dios en nosotros– entonces, y casi movidos por un resorte, salimos en su búsqueda. Es así como se anuda en nosotros la gracia y la voluntad y como ambas cosas, las dos juntas, posibilitan la oración.


Dado que el hondón del alma a menudo suena con la melodía de la carencia, es usual que, como ocurre con el hambre y la sed físicas, al escucharlo percibamos una sensación dolorosa, un cierto disgusto. De hecho, el autor de la Nube da a entender que cuando nos situamos en este hondón, nos ponemos frente a nuestro más viejo y pertinaz dolor: el dolor de la distancia que nos separa de Dios, siempre moviéndose en sordina por todos nuestros miembros. Por mi parte, sería descabellado intentar un elenco o un catálogo de las innumerables formas en que cada uno de nosotros, en tanto personas, experimentamos este viejo dolor. Muy seguramente en cada uno de nosotros aparezca de modo personalísimo, incomunicable y hasta incomprensible por nosotros mismos. Por ejemplo, muy bien puede ser que a veces experimentemos cierta culpa, a veces arrepentimiento (metanoia), a veces violencia o ira, a veces impotencia, a veces desesperación, a veces ideas obsesivas.


Pero, sea como sea, lo importante es ver con toda la claridad posible que todas estas vivencias –en nada agradables– nos impelen, nos ponen en marcha, nos llaman. Como decía, es casi como un resorte: del mismo modo que el hambre nos dispone a buscar alimentos, el dolor por estar separados de Dios nos lleva automáticamente a buscarlo. Y yo creo que esto es una maravilla: que haya algo en nosotros que reaccione de este modo ante el alejamiento de Dios es seña inequívoca de que Dios sigue insistiendo en nosotros (Lucas 11, 5-8). Así pues, fijémonos en que para perseverar en la oración basta prestar oídos a ese dolor originario. De este prestar oídos, brota una respuesta que es casi instintiva, como si no fuésemos nosotros, sino Dios mismo quien nos lleva a comunicarnos con él, a orar. Así, de la perseverancia a la oración efectiva no hay ni siquiera un paso, pues Dios colma esa diferencia inmediatamente.


Hasta el momento se nos ha abierto la perseverancia desde la experiencia del dolor, de la sed. Pero sería una caricatura del Cristianismo entender que un hombre que persevera en la oración es idéntico a un hombre que solo sabe sufrir indescriptiblemente por estar lejos de Dios. Esta tesis, tan superficial como vacua, es aquella que sustenta esa visión del Cristiano como un resentido, como un triste que vaga por el mundo rechazándolo, esperando que llegue la muerte, refutando todo placer y todo jolgorio, etc. Y es que Dios no solo nos da sed. Uno se hace cierva que corre en pos de Dios también cuando es sobrecogido por la naturaleza, por el arte, cuando ve los actos de caridad del hermano, cuando se topa con algún ser débil e indefenso, cuando se escandaliza ante la injusticia, cuando siente los rigores de la pobreza, cuando consuela y es consolado por el hermano, cuando cuida su tierra o sale a pasear sin nada más que hacer. En todos estos casos, el resorte salta de nuevo. En todos estos casos, hemos escuchado el hondón interior y hemos podido ver algo de Dios en todo ello, sus destellos que relumbran en todas las cosas. Como escribe San Juan de la Cruz: "mil gracias derramando pasó por estos sotos con presura y yéndolos mirando vestidos los dejó con su hermosura".


Así, hay en nuestra vida innumerables ocasiones en las que todo nos invita a disponernos a Dios: esta brizna de hierba me invita a Él; esta insatisfacción con mi vida también. Todo esto son muestras de que, de alguna manera, todos y cada uno de nosotros está ya dispuesto a Dios. Que nos lo encontramos sin querer en cada esquina, dado que "la verdad clama por las calles". Que hay en nuestro corazón una orientación o una intención primigenia que va a Dios. Y que esta se expresa en distintos modos: en el de la culpa, en el del júbilo, en la de la caridad. Que, secretamente, todo lo que hacemos va a Dios. Y yo creo que esto es radicalmente cierto, porque somos "a su imagen y semejanza", somos amor y oración.


Ahora bien, aún cuando acabamos de ver que experimentar estas cosas –la sed de Dios, la imponente naturaleza, la caridad entre los hermanos– es casi como un resorte que nos mueve instintivamente a orar, es el caso que las más de las veces ponemos muy poco de nosotros. Repito: solo por la gracia y por nuestra voluntad acontece la perseverancia y, desde ella, la oración. Repito: quien persevera es como la viuda, que atraviesa el umbral una y otra vez, que siempre está atenta a su sed, a las maravillas naturales y, en suma, a lo que nos es dado graciosamente por Dios. Y parece que esto no nos pasa, que somos ciegos a nuestra hondura, que no somos como ella, que nunca queremos mirar ahí, sino a todo lo demás, al mundo, a sus oropeles, a sus tibios brillos y a todo lo que no es Dios.



3. Nuestra indisponible disposición: la crudeza de orar


Arriba vimos que Francisco, con otros muchos, ve en la oración nada menos y nada más que una disposición a Dios, un estar orientados a él. Y acabamos de ver que el dolor o la belleza que aprehendemos en el hondón del alma nos disponen inmediatamente a Él. Finalmente, hemos dicho que, pese a todo, parece que en la vida estamos orientados más bien a otras cosas, dispuestos a un sinfín de cosas que no son Dios. Miremos cuántas veces al día nos asalta el dolor por sabernos lejos de Dios. Miremos cuántas veces somos capaces de detenernos a contemplar un árbol y considerar el Misterio que encierra su vida, su savia, su verdor. Miremos cuántas veces atisbamos en el caminar del prójimo su bondad. Y veremos que son muy pocas, como poca es nuestra disposición a orar. Así, no prestamos oído a la insistencia de Dios en nosotros, pues tenemos los oídos ocupados en otras cosas que insisten en nosotros.


Unos podrían decir: estamos demasiado ocupados en los negocios, en el reconocimiento social, en los prestigios y en los dineros, en los vanos placeres, etc., y puesto que estos ruidos ocupan toda nuestra existencia, ya no nos queda más tiempo ni ganas para escuchar a Dios. Y si bien todo esto es cierto, juicios del estilo no vienen sino a ocultar un hecho más pavoroso, oculto y aterrador: que por mucho que uno se desprenda de estas cosas, seguirá el corazón pertinaz en sus desvíos, seguirá el corazón dispuesto a todo menos a Dios, seguirá distraído, seguirá apenado, seguirá preso de la ira y de todos esos pensamientos-sentimientos que en la Filocalia se llaman logoi. Insisto: por mucho que voluntaria, gentil y pacientemente quiera uno alejarse de cosas como la vanagloria o el orgullo, el corazón los seguirá manteniendo, sin que nosotros queramos, sin que nosotros sepamos por qué y sin que nosotros podamos hacer mucho por ello. Probemos: probemos a arrancar de cuajo estas cosas de nosotros con nuestras solas fuerzas y asistiremos entonces a una gran batalla, la peor. Nos aniquilaremos, agonizaremos, y no habremos dado un paso más que hacia el infierno de una vida de odio, desprecio y resentimiento.


A este pavoroso fenómeno lo quiero denominar "indisponibilidad de nuestras disposiciones". No se trata de un juego de palabras. Se trata de constatar, como dije en un post anterior, que las raíces de nuestro pecado son tan hondas que jamás podremos alcanzarlas y erradicarlas por nosotros mismos. En nuestros términos, se trata de constatar una verdad sencilla: que aún cuando nuestro más fuerte deseo sea Dios, somos arrastrados sin querer fuera de su ámbito, fuera de Él. Esta verdad, dicho sea, no se nos presenta únicamente en la vida espiritual, sino que se revela en los más triviales asuntos: ¿has pretendido hacer una dieta o dejar de fumar alguna vez? Ahí hallarás un fuerte deseo arrastrado hacia todo lo que no es ese deseo. Entonces, si ya de por sí casi nunca estamos orientados a Dios, y a mayor tragedia, parece que estamos llenos de un cúmulo de disposiciones que nos alejan de Él y que nos poseen, que nos pueden, que son "más" que nosotros y nuestra voluntad, ¿qué hacer con todo esto?, ¿cómo es posible perseverar en Dios si nuestro campo de acción es tan limitado y dificultoso? Para dar respuesta a esta cuestión, y poner fin a estas reflexiones, quisiera hacer dos cosas. Primero, ofrecer un breve testimonio personal, para a continuación retornar a nuestra distinción entre oración débil y oración fuerte.


Todos nosotros venimos al mundo con ese cúmulo de "indisponibles disposiciones" que nos sacan de Dios y que son más tozudas que toda nuestra buena voluntad. Muy seguramente, es eso lo que se llamó, hace milenios, pecado original. Sea como sea, en mis años de oración he ido constatando –con mucha dificultad y torpeza– que mi corazón está siempre dispuesto a la tristeza, a la melancolía. No es que este o aquél evento de mi vida me hayan provocado melancolía. Eso, diríamos, es natural, usual y hasta práctico. En mi caso, antes bien, la pasión de la tristeza es connatural: siempre está ahí, anidada en mi corazón y todo lo que hago se tiñe de su negro color. No hay objeto, no hay vivencia, no hay apercepción mía que no sea ya e inmediatamente melancólica porque mi indisponible disposición –con la que he venido al mundo– es esta.


De tan fuerte que es, a veces me paraliza física y psíquicamente, me deja aletargado, hundido, sin nada que esperar, sin nada que gustar. Llega a ser tal el dolor que, curiosamente, hay un punto en que no hay ya dolor posible y quedo como muerto en un estado en que no importa nada, no importo yo, no importan mis hermanos, no importa la naturaleza. Y, por supuesto, no importa Dios, que en estos trances queda hecho nada. Lo más cruento de este estado es que me imposibilita ser como la viuda, pues en él no puedo oír el hondón interior. En efecto, cuando así me hallo, ni es posible el dolor por estar lejos de Dios –pues, como digo, ya no hay Dios– ni es posible la belleza –pues, como digo, todo es negrura y desesperación–. Tampoco quedan ya afectos, como si la psique no resistiera más afectación. Y no hay deseo de pensar en nada, ni de orar. Y me repugna todo pensamiento de Dios, tampoco sé muy bien por qué.


Se me preguntará cómo persevera uno en tales estados. Y yo diría que poco hay de especial en ellos. Y es que, de un lado, el hecho de vernos atravesados por disposiciones que colorean nuestro mundo de este o aquél modo es simple y llanamente lo que nos ocurre a todos: yo lo experimento casi todo desde mi orientación a la tristeza; tú, quizás, lo hagas desde la ira, la tibieza, el deseo de poder, el temor, etc. De otro, posiblemente mi vivencia personalísima sí sea distinta a la de otras personas, pero solamente en cuanto a su grado: yo experimento estas cosas exageradamente, mientras que otros lo harán en formas más suaves. Y esto último es, precisamente, lo que me ha enseñado el carácter de "indisponible" de mi orientación a la tristeza, esto es, su absoluto apoderarse de mí. A la postre, ha sido lo extremo de mi vivencia lo que me ha hecho ver que sin la gracia mi voluntad nada puede.


Por eso, lo único y lo poco que puedo hacer es arrojarme un rato al día a la oración débil. A ese acto que requiere su lugar y su tiempo propio. Atreverme a ser como la viuda, cruzando el umbral de la pequeña habitación en la que me siento y me callo ante Dios. Mi oración es silenciosa, pero cada uno tiene la suya propia: unos harán de su habitación una biblioteca donde encontrar los materiales para la lectio; otros repetirán el nombre de Jesús como un mantra; otros pedirán y gritarán al Señor; otros seguirán los Ejercicios ignacianos y otros harán examen de conciencia. Sea lo que sea, y sea como sea, esa oración débil, estimulada por nuestra flaca voluntad, es la que, según he visto, nos prepara para la oración fuerte. Pues recordemos que Dios está para lo débil, para lo pequeño, para lo que apenas si puede sostenerse. En mi caso, no podía haber nada más débil, tanto que provoca risa: un hombrecillo sufriente, que por puro dolor ha expulsado hasta a Dios de su corazón, un hombrecillo sufriente que va a sentarse media hora delante de una pared, sin saber ya hablar ni pedir, sin saber si hay o no Dios. Sentado y callado, sin gustar la esperanza y la fe en Dios, pero sentado y callado por ellas.


Para esta oración débil no se requiere nada, un poco de voluntad y nada más. ¿Qué son 15 o 20 minutos al día? ¿Qué supone meditar dos líneas del Evangelio? ¿Qué supone examinar nuestro día un ratito antes de ir a dormir? No supone nada, en nada disturba nuestro quehacer. Paradójicamente, algo en nosotros nos dirá "lo supone todo". Y yo creo que eso no es una excusa, sino una honda verdad. Pero si no queremos andar apabullados por la grandeza de estos actos de oración, bástenos no tomar la parte por el todo y dedicar diariamente unos átomos de tiempo, como diría San Agustín, a Dios, a hablar con Él, a orar. Y si te agobia un plan espiritual o una directriz, entonces has de tal agobio tu oración. No seas tan arrogante como para forzar tu espíritu. Sé humilde y sincero y dile a Dios: Señor, hoy no puedo orar, no puedo hacer la lectio, no me apetece ni puedo estar en Silencio. Y eso, todas esas cosas, son la mejor oración para Dios. La oración débil, que es la más propia para los seres débiles e impotentes, como nosotros.


Lo maravilloso, lo que yo no puedo explicar y me fascina, es que a poco que uno comienza perseverando en la oración débil, esta se va haciendo por sí sola fuerte. No por sí sola, naturalmente, sino por el concurso necesario de Dios, quien va respondiendo a nuestra oración pequeña para hacerla grande, fuerte, roca. Quien va enderezando poco a poco nuestras indisponibles disposiciones, quien nos va disponiendo a Él mismo, quien va reescribiendo la semejanza en nosotros. No son pocos los pasajes del Evangelio en los que se destaca esta sobreabundancia de la respuesta divina: de unos pocos panes y peces, se alimenta a media Judea y sobran diez o doce cestos, el vino de Caná rebosa de las tinajas, y una semilla de mostaza pequeñísima da lugar a un árbol inmenso.


Es así como, gracias a nuestra oración endeble, el Señor nos fortalece y nos lleva a estar en perpetua oración, siempre dispuestos a Él. Y es así como a veces nos sorprenderemos unidos a Dios mientras analizamos un extracto bancario, o cuando nos maravillamos al oír el canto de un jilguero. Y no nos engañemos: bien sé que hoy veo a Dios en este pájaro y que mañana, muy seguramente, veré todas las cosas en función de mi negra compañera la melancolía. Y en esos días en que mi oración fuerte esté hecha añicos, no haré sino retornar al tribunal, a sentarme frente a la pared.

759 visualizaciones2 comentarios

Entradas recientes

Ver todo
bottom of page