Hay un momento de la vida espiritual donde sentimos que debemos dar un paso a una relación más profunda con el Misterio del que mana la vida. Para hacerlo, es necesario madurar en el silencio. El silencio es un umbral para trascender nuestras búsquedas egoístas a una espiritualidad más honda y auténtica. Es un camino lleno de retos, pero con frutos incomparables. Aquí te mostramos un camino concreto, enseñado por Ignacio de Loyola, para las personas que, o bien quieren empezar a meditar, o llevan ya una vida regular de oración.
El despertar a una espiritualidad adulta
Los seres humanos llevamos dentro un anhelo profundo de plenitud. Por razones que no podemos conocer, en determinados momentos de la vida este deseo nos llama, nos convoca. El corazón logra escuchar, aunque sea de forma muy tenue, un impulso vital profundo que lo llama a buscar. Es el despertar en la consciencia de una plenitud todavía no alcanzada, sin importar los éxitos laborales, económicos u otras satisfacciones que se tengan en el inventario vital.
La vida nos sorprende y, de repente, es como si lográramos entrever algunos rayos de luz que nos hacen captar la ceguera en que vivimos. O como escuchar a lo lejos una música que nos atrae y que, aunque ha estado sonando desde siempre, hasta este instante hemos tomado como “ruido de fondo”; ahogado por el ensordecedor bullicio en el que vivimos inmersos. Deseamos ponernos en pie y caminar; y encontrar; y entrar en ese concierto. Somos como la oveja que, de repente, escucha la voz del Pastor que la busca y, solo hasta entonces, descubre que ha estado vagando sin rumbo.
Las circunstancias en las que esto ocurre suelen ser muy diversas. Por ejemplo, hay quienes se enfrentaron a una situación trágica e inesperada. Confrontados por la repentina consciencia de su indefensión y fragilidad, navegan hacia los rincones más hondos de su interioridad. Algunos tuvieron la fortuna de gustar algún tipo de experiencia religiosa en su juventud; aunque descanse silente en el fondo de nuestra alma, esa vivencia vuelve algún día y nos hace sintonizar, regresar. Quien probó la experiencia espiritual lleva en el corazón un surco profundo que, de vez en vez, dolerá para despertarnos de nuestro letargo, y recordarnos que nada de lo que hemos hecho ha podido llenarlo.
También, nos hemos encontrado que muchos han tenido una experiencia fundante, como un retiro espiritual –el de Emaús, el mejor ejemplo–. Pese a que comienzan a participar activamente de espacios comunitarios de servicio, prácticas piadosas y una vivencia renovada de los sacramentos, descubren que deben dar algún paso mayor en su relación con Dios, y que no saben cómo hacerlo. Por último, muchas personas en tensión histórica con su propia tradición espiritual descubren en otros caminos una luz; y, no pocas veces, esta luz abre la puerta para regresar, reencontrarse y beber de la fuente de su propia tradición.
Los caminos del despertar espiritual son incontables. En cualquier caso, hay en todos un fuego sagrado, ya sea en forma de llama incandescente o de braza suave cubierta por ceniza.
Dirá Machado:
Creí mi hogar apagado, y revolví la ceniza…Me quemé la mano.
A esto podemos llamarlo el “despertar a una espiritualidad adulta”. No es algo que tenga que ver con la edad, o los años de camino, o el listado de experiencias. Es adulta porque nos invita a madurar en nuestra relación con Dios, que se expresa en la relación que tenemos con las demás personas y con todo lo que hay en nuestro mundo. Panikkar la llamará una relación cosmoteándrica: Dios – Cosmos – Ser Humano. Esta triple relación se cultiva mediante prácticas y ejercicios concretos.
Las primeras etapas del camino espiritual son autorreferenciales. Algo nos atrae, pero nuestra búsqueda está limitada por nuestros propios intereses de bienestar, comodidad o placer. ¿Para qué me sirve? ¿cómo me puede beneficiar?: son con frecuencia las preguntas. Nos movemos en una lógica de los resultados. Esto hace que en nuestra relación con Dios seamos como niños caprichosos; lo buscamos solo para pedirle por lo que nos urge, inquieta, deseamos o anhelamos. Siempre con la mano extendida para pedir. Lo queremos en la medida que nos sirve.
Por otro lado, en una relación de amor adulta, el otro no me importa por lo que pueda darme, sino que me interesa en sí mismo. Nos amamos y por eso hay relación. Estamos juntos, compartimos, nos comunicamos y nos entregamos. Así mismo madura la relación con Dios; entrando en comunicación con Él. Por eso esta etapa lleva a una profundización del silencio y la oración. No existe comunicación entre las dos partes si no hay disposición para callar y escuchar.
La dificultades para empezar en el silencio sagrado
No deja de llamar la atención que, aún cuándo tenemos una auténtica sed y sabemos que debemos emprender un camino, casi nunca resulta fácil comenzar. En primer lugar, porque a veces no sabemos como hacerlo ni qué pasos dar; más aún, es un camino que no está exento de trampas que nos alejan del fin que buscamos. Sin embargo, debemos caminar con esperanza y confianza, no olvidando que no estamos solos; hay Alguien que nos busca, nos espera y nos asiste con Su Gracia. Si nos mantenemos fieles, muy pronto gustaremos de los frutos de este trabajo, y todo esfuerzo parecerá poca cosa.
En una entrevista reciente, Pablo D’Ors lo expresó de esta manera:
“La espiritualidad supone dos virtudes que no sé si el europeo medio está en condiciones de ofrecer: la constancia y la humildad. Somos inconstantes, cambiamos de todo a cada rato. Sin perseverancia, ningún cambio profundo –léase espiritual– puede operarse. Y por lo que se refiere a la humildad, ¿quién está dispuesto, ya de adulto, a fiarse de un maestro, a seguir fielmente una propuesta, a no dinamitarla con la sospecha y el raciocinio? Mientras no queramos ser discípulos, la idea de una espiritualidad no pasará de ser eso, una idea, una mera utopía, un sueño del que despertaremos para encontrarnos con las manos vacías.”
He aquí 4 recomendaciones importantes para esta lucha:
1. Iniciar y permanecer: Establecer un espacio cotidiano de silencio y recogimiento puede ser el primer paso. Inicia. No hay que esperar momentos ideales, estos nunca llegan: cuando todo esté más tranquilo…, cuando termine este trabajo…, cuando pase todo esto…, etc. Todas estas son falsas razones que no debemos atender. El tiempo es ahora y hay que arrancar. Pocos cambios son tan difíciles como lo es introducir un nuevo hábito en la rutina diaria. Ten paciencia y determinación.
Pero así como es importante comenzar, la otra gran batalla es perseverar. Esto no es cuestión de una semana; ni funciona como esas fórmulas pre-empacadas que venden por doquier los nuevos maestros o gurús de la felicidad o prosperidad, que prometen que dominaremos el mundo en cuestión de días.
Esta perseverancia se parece más a la labor de cuidar una planta. Podemos darle agua, procurar el abono, incluso hablarle y darle nuestro cariño, pero ella crecerá a su propio ritmo, y cuando menos lo pensemos, germinará y dará fruto.
Dirá San Isaac de Nínive sobre esto:
“No desprecies lo poco que posees; porque si lo conservas, puede crecer dentro de tí, producir espigas y alimentarte”.
2. Tener disponibilidad de discípulo. Para adentrarse en el camino que conduce a la plenitud se necesita tener una actitud humilde y dejarse guiar. Pocas trabas serán tan nocivas como “querer hacer las cosas, pero a mí manera”.
En el camino cristiano, llamamos Maestro a Jesús, porque él nos enseña con su vida el camino a recorrer. El evangelio es un camino seguro que nos conduce al Padre. Debemos ante todo, dejarnos guiar por Él.
En este camino contamos con maestros en quienes se ha mantenido viva la tradición apostólica, aquellos que se han hecho testigos directos: “han visto y oído”. Son seres humanos que han recorrido el camino y su vida ha sido transformada en el amor. Su legado es un testimonio de la fecundidad divina. Muchos han dejado testimonios preciosos de los pasos en este camino. Uno de ellos, Ignacio de Loyola, dejó un método para guiar a otros en su búsqueda de Dios.
Por último, el acompañamiento espiritual, un hermano en la fe con quien dialogamos sobre nuestros pasos. Es importante que el acompañante sea una persona preparada para esto, que transite y conozca los senderos por los cuáles nos vamos a adentrar. Recuerda que para transitar este camino necesitamos un guía capaz de advertirnos a tiempo de las mentiras y engaños en los que podemos caer a causa de nuestro ego.
3. No sucumbir a la dispersión. Vivimos en un mundo hiperdisperso, fruto de la saturación de ruido, estímulos, notificaciones, pantallas, etc. Esta dispersión inevitablemente la arrastramos a nuestros espacios de oración y silencio. Queremos atender y hacer silencio pero la cabeza no deja de bombardearnos con pensamientos como ráfagas: lo que hay que hacer, lo que está pendiente, lo que queremos, lo que sería del futuro si…, lo que hubiera sido del pasado si… Tanta bulla nos ensordece y no nos permite centrarnos. Sólo con la disposición correcta lograremos centrarnos y hallar la voz escondida que nos habla en todo.
4. No caer en la avidez. La avidez no sacia, por el contrario, indigesta. No podemos ser como un perrito que al ver la mesa servida se lanza a comérselo todo. Recuerda tu lugar delante de Dios y no te atiborres de cuanto puedas consumir. Ya lo dijo Ignacio: “no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente”. La avidez nos lleva a otra forma de dispersión y nos retiene en las capas más superficiales. Para ahondar, es necesaria la simpleza.
El examen general, una oración con el poder de transformar la vida.
Como lo venía diciendo, san Ignacio es un gran maestro de la vida interior. A diferencia de otros grandes santos y místicos que describieron con una belleza sin igual sus encuentros con Dios, el santo de Loyola supo enseñar, de forma clara y concreta, el camino para profundizar en el Misterio.
Particularmente, hay una oración muy importante el santo propone para quien quiera entrar por el umbral de la vida espiritual adulta. Se llama “El Examen General”.
Su belleza y su poder están en la sencillez. Se trata de reconocer la presencia de Dios en nuestra vida y de conectarnos con la dimensión más profunda de los acontecimientos cotidianos. La clave para entrar en ella es hacerlo con un corazón abierto y dispuesto a “sentir y gustar internamente”. Esta forma de meditación requiere que vayamos más allá de los simples pensamientos y entremos en el espacio más sagrado de lo que somos, donde se gusta el amor.
¿Cuánto tiempo dedicar?
Comienza con lo que tengas para entregar. Puedes comenzar meditando unos 20 minutos una vez a la semana, y con el tiempo sentir que debes aumentar la frecuencia o la duración. Lo ideal sería hacer esta meditación de forma cotidiana, por un espacio cercano a los 15 minutos.
¿Cómo se hace?
Primero: Prepara un lugar. No tiene que ser algo extraordinario ni ideal. Sólo necesitas un rincón donde apartarte de las distracciones y tener intimidad. Dispón algún símbolo que ayude en tu recogimiento: una vela, una imagen, una flor, etc.
Segundo: Antes de empezar, recuerda a dónde vas y a qué. No olvides con quién te vas a encontrar. Inicia con una reverencia. Dios te está esperando: ¿cómo te espera? ¿cuál es su reacción cuando te ve llegar?
No te apresures. Tómate el tiempo de pacificarte. Ayuda mucho tomar consciencia de nuestra respiración y nuestro cuerpo. No luches con los pensamientos que vengan a pedir tu atención. Vuélvete sobre la percepción y los sentidos. Recuerda que si estabas realizando una actividad intensa antes de la oración, deberás primero tomar distancia de esta actividad. Un paseo alrededor de la casa puede ayudar.
Da gracias: Lo primero es recordar los acontecimientos desde la última meditación, y buscar en ellos la presencia de Dios, no siempre tan clara. No es una acción de gracias genérica; es importante darle nombre propio a las bendiciones que recibiste. Mira las cosas sencillas, las personas que estuvieron presentes, las comidas, las tareas, etc. Muchas personas que han enfrentado situaciones críticas –enfermedad, cautiverio, riesgo de muerte, etc.– manifiestan tomar consciencia de todos los milagros de los que fueron testigos, de todos los tesoros importantes de la vida que, aunque estuvieron allí todo el tiempo, no los habían captado ni valorado en su plenitud. Pregúntate: ¿Dónde estoy escuchando la voz de Dios? ¿Cómo me mira Dios? ¿Cómo ve Dios mi día/semana? ¿A qué me invita?
Examina tus faltas: Mira cada momento del día o la semana y busca en ellos las reacciones, palabras o actitudes que pudieron lastimar a otras personas. Encuentra los momentos en donde no ofreciste tu mejor versión. No se trata de darte palo y culpabilizarte, sino de hacer un examen honesto y humilde, pidiéndole a Dios que te deje conocer tus errores y caídas. Solo podemos conocer nuestra debilidad asistidos por la gracia y de cara a la misericordia que Dios nos muestra siempre. Pide perdón.
Mira hacia adelante: Examina el día/semana que tienes por delante y pregúntate: ¿dónde van a estar los principales retos? ¿qué cosas me pueden llevar a cometer errores similares? ¿dónde van a estar los momentos importantes? Es claro que no podemos conocer el futuro y que muchas veces los días nos sorprenden con sucesos inesperados. No obstante, el poder mirar hacia adelante, hacia lo que está inmediatamente delante, el día/semana, va enmendando nuestro corazón. El valor de este ejercicio es inmenso.
Termina: Puedes cerrar el momento con un Padrenuestro o cualquier otra oración a la que te sientas invitado.
Anímate a dar el siguiente paso, el silencio es tal vez el camino que necesita tu corazón para saborear y vivir la libertad.
Gracias, tenia semanas buscando un escrito sobre el silencio ignaciano. Me gusto el desarrollo hasta el final. Entender el silencio como adultos maduros, es el camino a la sabiduría para encontrarme con mi Creador.