top of page

Morir para ser felices. Enseñanzas de la mística

Foto del escritor: Juan Carlos FernándezJuan Carlos Fernández

El testimonio de las personas que han experimentado 'Experiencias cercanas a la muerte' (ECM) ha despertado el interés de diferentes investigadores. Las personas que han estado en ese umbral extraño de la muerte suelen, en casi todos los casos, experimentar profundos cambios psicológicos y espirituales, cambios que afectan la totalidad de su persona, de su intimidad, y los hacen ser distintos a lo que eran. Estas personas se vuelven más serenas, pierden el miedo a la muerte, restan importancia a los problemas más materiales de este mundo, y se sienten completamente libres y plenos, incluso en las peores circunstancias.


Como es lógico son muy pocas las personas que han podido experimentar estas cosas. Son casos excepcionales que, además, en muchas ocasiones están unidos a experiencias muy traumáticas. Son experiencias límite que muy pocos podremos tener en nuestra vida. Seguramente, muchos hemos pensado en que aunque podemos aprender algo de lo que estas personas cuentan, una cosa es aprender de oídas y otra es vivirlo en nuestra carne. Experimentarlo de verdad. Parece que cuando lo aprendemos de oídas tiene menos fuerza: no se nos mete dentro, no nos afecta tanto, son ideas que miramos con curiosidad un rato y luego se nos olvidan.


Pues bien, a lo largo de la historia han existido personas que afirman que todos y cada uno de nosotros podemos experimentar una transformación psicológica y espiritual del mismo tipo sin que tengamos, naturalmente, que vivir una ECM o cosas similares. Son los que llamamos místicos. Para los místicos, la transformación psicológica no necesita pasar por la muerte física, real, pero sí por un proceso que ellos también denominan “muerte” y que nosotros vamos a tratar de explicar aquí. No se trata de morir físicamente sino de abandonar algunas de nuestras actitudes y comportamientos respecto al mundo. Es decir: de morir a esos comportamientos. Y morir con un fin claro, el que está en el título: para ser felices.


Vamos a adentrarnos entonces en la mística, pero no tengo la intención de ofrecer aquí datos o un discurso filosófico complejo. Antes bien pretendo invitaros a todos a realizar un ejercicio interior. Un ejercicio de introspección y de reflexión, de reconocimiento de lo que somos y de cómo somos, en el cual consideremos atentamente qué nos dicen los místicos, qué verdad puede haber en todo ello y qué beneficios podemos tomar de ellos para nuestra vida cotidiana.


Comencemos pues con la primera pregunta que tenemos que hacernos: ¿qué es la mística?

La mística es un modo de concebir el mundo, una manera de entender la realidad y, por tanto, también una manera de vivir la realidad. Igual que podemos decir que nosotros, como miembros de una sociedad concreta en un momento histórico concreto, compartimos un modo de entender la realidad, los místicos tienen el suyo propio. Y llamamos mística al conjunto de ideas o de saberes que los místicos nos han ofrecido en sus escritos, en sus poemas o en sus músicas.


Es interesante decir que, como es obvio, nuestra manera de entender el mundo no es estática, sino que ha sido producto del proceso histórico y de otros condicionantes, como la geografía: por así decir, nosotros concebimos el mundo “a la española”, y nuestras peculiaridades sólo se dan aquí. Pues bien, con los místicos no ocurre eso. Pues todos terminan expresando las mismas ideas, ya hayan nacido hace 5000 años (como Siddharta Gautama), hace 500 como San Juan de la Cruz) o hace 100 (como Taisen Deshimaru). Por eso algunos han llamado a la mística “filosofía perenne” o “filosofía universal”. Y esto es interesante porque, entonces, se trata de que la mística surge de algo en todos nosotros, de alguna capacidad que está en todos los humanos, y que todos podemos entender y desarrollar.


La concepción mística de la realidad puede resumirse de manera simple: el ser humano, todos nosotros, vivimos en una ilusión, es decir, no vemos el mundo como realmente es, sino como queremos verlo o nos han enseñado a verlo. Debido a esta ilusión existe en el mundo el sufrimiento, por lo que, si somos capaces de liberarnos de la ilusión, de morir a nuestras ilusiones, entonces seremos plenamente felices. Y la manera de liberarnos reside en comprender la muerte de modo profundo, aceptarla con libertad y amor, y darse a ella sin temor alguno.


Lo explico de otra manera: dicen los místicos que cuando seamos capaces de ver la realidad tal como es y de conocernos a nosotros mismos tal como somos, entonces llegaremos a un estado existencial en el que el sufrimiento no tendrá peso alguno, en el que o bien ya no sufriremos o bien nuestros sufrimientos tendrán muy poca importancia.


Para poder alcanzar este estado, tenemos que comprender la muerte, es decir: tenemos que conocer qué es, qué características tiene, y hacerlo sin resistirnos, sin enfadarnos, aceptando con humildad ese fenómeno y todas las consecuencias que tiene para nosotros mismos y para los demás. Aceptar que la muerte afecta a todas las cosas, de no resistirse a ello y aprender desde ahí a ser felices, a tener una vida rica en matices, plena, serena y compasiva con los demás.


Vamos entonces a explicar estas ideas de los místicos, centrándonos en tres cosas. Por un lado, vamos a ver el conjunto de ilusiones o problemas que tenemos a la hora de entender el mundo y sus realidades. Por otro, veremos qué sufrimientos conlleva el hecho de vivir sin darnos cuenta de estas ilusiones y, finalmente, veremos de qué manera acercarnos al fenómeno de nuestra mortalidad puede ayudarnos a liberarnos de dichas ilusiones y, por tanto, también de los sufrimientos que conllevan.


Antes de comenzar con esto, quiero hacer un pequeño apunte. Porque hasta ahora no he dicho nada del que es el eje fundamentalísimo y central que vertebra toda la vida del místico, que no es sino Dios. Pero nosotros no vamos a hablar de ello. Baste decir que todos los planteamientos que aquí propondré se dirigen a Dios: digamos que los místicos llevan todo esto a un extremo tal que les permitirá el encuentro con Dios, más allá de toda palabra y en silencio.


Es fácil darnos cuenta de que en nosotros, en lo que somos, coexisten dos naturalezas que se nos muestran como muy diferentes entre sí: el cuerpo, que es capaz de experimentar placer y dolor físico, que siente hambre, que degenera con el paso de los años, etc.; y por otro lado el espíritu, la psique, lo que somos por dentro, que es lo que nombramos cuando decimos “yo” o “yo soy tal o cual”. Pues bien, este yo, está ilusionado, vive en la ignorancia. Pero no se trata de que vivamos en la ignorancia por causa de errores o negligencias nuestras: se trata más bien de que la ignorancia es un estado natural nuestro, que todos tenemos por el mero hecho de haber nacido. En el cristianismo esta idea se explica con el mito de Adán y Eva: nosotros, por generación, somos ignorantes. Lo mismo se dice en el budismo (velo de Maya) y en el islam (espejo lleno de herrumbre).


La primera de nuestras ilusiones consiste en que nuestra mente está hecha de prejuicios. Fijémonos en la palabra, que se compone de dos elementos: un juicio es cualquier consideración que hagamos sobre las cosas, como por ejemplo, decir que son buenas, malas, deseables, indeseables, agradables, desagradables, mejores, peores, etc. Y en nosotros la mayoría de estos juicios son “pre-“, es decir, son previos a que sepamos la verdad o a que conozcamos en profundidad la cosa que estamos enjuiciando.


La mística nos enseña que hay dos tipos de prejuicios, unos superficiales y otros más profundos. Los superficiales son fácilmente reconocibles y actualmente, por fortuna, vivimos en una sociedad que nos está enseñando a ir eliminándolos progresivamente. Como ejemplo de un prejuicio superficial podemos poner el racismo o la aporofobia. Cuando nos encontramos con alguien de otra raza o alguien indigente, nuestra mente se dispara inmediatamente, y empieza a hacer juicios que quién sabe si son reales o no. Al extranjero lo miramos inmediatamente como algo “extraño”, “diferente”, susceptible de comportamientos extravagantes, quizás como violento, también puede ocurrir que inmediatamente nos produzca temor y rechazo; al pobre lo vemos como enajenado, como vago, etc., aún cuando solemos desconocer las razones por las que ha llegado a tal situación.


Pero hay prejuicios más profundos, que son los que más interesan a los místicos. Esto son muy difíciles de ver. Ocurre con ellos como si viviésemos al lado de una cascada, que al final no la escuchamos. Por la misma razón, no solemos darnos cuenta de estos prejuicios profundos.


Uno de ellos es tomar la muerte como algo que está “fuera” de la vida, y que no se mezcla con ella, como algo que no nos afecta mientras estamos viviendo. Podemos explicar esto con el siguiente ejemplo: imaginemos que vamos de viaje. En todo viaje, el lugar de destino está “fuera”, es un lugar al que tenemos que llegar necesariamente, pero es claro que las carreteras que tomamos dependen de ese sitio al que vamos. Si fuéramos a otro, elegiríamos otros caminos. Con la muerte no nos pasa eso: aunque sabemos que tenemos que llegar a ella, nos parece que los caminos que tomamos en nuestra vida, no tienen que ver nada con ella. Así, vivimos como si la muerte no nos determinara, como si no dependiéramos de ese fenómeno.


Místicos como el Maestro Eckhart (siglo XIII) entienden, al contrario, que tenemos que colocar la muerte dentro de nuestra vida. Se trata de tomar conciencia real y profunda de nuestra mortalidad y actuar conforme a ella. Por eso, como dice Deshimaru, la vida mística es como “entrar” en el ataúd. Al igual que al salir de viaje organizo las distintas etapas y caminos posibles, así hemos de hacer con nuestra vida: se trata de orientar toda nuestra vida –nuestros proyectos, ilusiones, desilusiones, amores, etc.– teniendo siempre bien presente el hecho de que vamos a morir, de que en algún momento terminaremos. Así, tenemos que poner a la muerte como horizonte de nuestra vida. “Horizonte”, eso que siempre vemos delante cuando estamos sentados en la playa.


Al tomar conciencia de que la muerte nos acompaña en cada hecho de nuestra vida, entonces empezamos a vernos como seres limitados. La mortalidad nos limita, es decir, nos hace seres que, aunque quieran ir más allá de sus capacidades y posibilidades, siempre estaremos sujetos a algo frente a lo que somos impotentes, frente a algo con lo que no podemos hacer absolutamente nada. El de la muerte, es sí, el gran límite, pero también el de nuestras capacidades y dependencias, el de nuestro poder intervenir o no en otras cosas, el de nuestra propia biología, el que imponen nuestros tiempos y circunstancias, etc.


Y esto no es negativo, o algo triste o deprimente, sino todo lo contrario. Y es que, en nuestra vida cotidiana normalmente actuamos sin saber cuáles son nuestros verdaderos límites. A veces queremos emprender empresas que nos sobrepasan, y eso genera en nosotros multitud de sufrimientos: la extenuación por ir más allá de nuestras fuerzas, la impotencia por no llegar a donde queremos, la frustración y la decepción de no poder cambiar las cosas que queremos cambiar. La muerte nos enseña a reconocer nuestros límites, y eso es fuente de libertad y de serenidad. Por ejemplo, si reconozco hasta donde llegan mis capacidades, entonces no empezaré empresas que sean imposibles; no querré arreglar asuntos que no estén en mi mano. Así, el reconocer todo esto no permite sosegarnos, saber qué podemos y qué no, e ir eliminando en nosotros sufrimientos como los dichos. La conciencia de nuestra muerte es, a la vez, la conciencia de nuestros límites.


Además, poner a la muerte como horizonte vital, nos ayuda a romper otra de nuestras ilusiones más importantes, que tiene que ver en este caso con el tiempo. No con el tiempo del reloj, sino con la manera en que experimentamos la temporalidad. Lo que se llama el tiempo vivido. Todos y cada uno de nosotros vivimos en los tres aspectos del tiempo: en el pasado (memoria), en el presente (la observación) y en el futuro (la expectativa). Y si bien esto es natural, normalmente, y así lo explica San Juan de la Cruz, generamos un desequilibrio, no vivimos armónicamente en estos estratos, y le damos más importancia a unos que a otros.


Por ejemplo, en ciertos momentos estamos obsesionados con el pasado, que se convierte en nuestra referencia absoluta. Ocurre así cuando rememoramos insistentemente lo que fue, y siempre pensamos que lo que fue fue mejor que lo que es ahora: yo antes era joven y podía hacer muchas cosas, antes tenía menos responsabilidades, etc. Esto hace que miremos el presente con desagrado, porque es peor, y el futuro con resignación, porque ya nada podrá ser mejor. Por otro lado, a veces nos ocurre lo contrario, y nos obsesionamos con el futuro: nuestro presente ya no importa, pues solo es importante crear y generar estrategias para que nuestro porvenir sea bueno. Surge entonces un agobio constante, una preocupación por todo.


De nuevo, fijémonos en la palabra: una cosa es “ocuparse” (ahora me ocupo de esta cosa o aquella) y otra “preocuparse”, que es estar con la mente ocupada antes de que las cosas ocurran. ¿Cuántas veces no hemos estado dando vueltas, organizando y proyectando un futuro que luego no se ha cumplido? Normalmente, en nuestra vida cotidiana solemos mezclar un poco de las dos cosas: siempre tomamos el pasado como referencia para interpretar el presente, y tomamos el futuro como horizonte al que miramos para actuar en el presente.


Al igual que con la primera ilusión, el vivir desequilibradamente el tiempo, genera en nosotros una amplia gama de sufrimientos. La obsesión por el futuro genera un temor constante, incertidumbre y angustia, y el cansancio psicológico de estar siempre dándole vueltas a la cabeza intentando realizar lo que todavía no sabemos si realizaremos.


La obsesión con el pasado, por su parte, genera tristeza y melancolía, que es el sufrimiento de desear algo que sabemos que ya nunca más será posible. Finalmente, y esto es lo más importante, cuando le damos más importancia al pasado y al futuro, lo que estamos haciendo es ignorar el presente. Nos volvemos ciegos a lo único que existe, que son nuestras circunstancias presentes, lo que ahora tenemos y no tenemos, lo que nos rodea. Y al no conocer bien nuestro presente, nos volvemos incapaces de actuar correctamente en él y desde él.


En este caso, la muerte nos pone ante los ojos que ciertamente, el tiempo que vivimos, nuestro tiempo vivido, es más imaginario que real. Porque la muerte es un puro acontecimiento que no se puede controlar, que viene cuando viene y que jamás podremos predecir. Por mucho que vivamos agobiados por el futuro, y afanados para que las cosas vayan mejor, siempre estará ahí la muerte a la vuelta de la esquina, lista para borrar de un plumazo todo aquello que habíamos proyectado. De nuevo, no se trata de ver este hecho como algo negativo. Los místicos nos enseñan que no solo la muerte es un acontecimiento imprevisible, sino que eso ocurre con casi todas las cosas. Nos enseña que nuestra vida depende de la fortuna (y la providencia): de lo que llamamos mala suerte o buena suerte. La fortuna es el conjunto de acontecimientos que vienen inesperadamente, y que no podíamos prever.


Cuando así nos miramos, es decir, cuando somos conscientes de que estamos determinados por lo azaroso de los acontecimientos, entonces nuestra vida se torna más presente que antes, y vemos el pasado y el futuro a través del presente. Digamos que “nos damos la vuelta”. Empezamos a estar más interesados en lo que ocurre ahora que en lo que ya fue o en lo que será. Porque, por un lado, entendemos que nuestro pasado no fue ni mejor ni peor, sino producto de las circunstancias que entonces teníamos delante, y que actuamos en su momento conforme a ellas, lo mismo que ahora actuamos conforme a las que tenemos. Y porque, por otro lado, se nos muestra lo absurdo de imaginar un futuro que siempre es imprevisible.


Ocurre entonces que ya no vivimos tristes ni melancólicos por lo que fue, ni tampoco agobiados o desesperanzados por lo que será. Al vivir en el presente, estamos más atentos a lo que nos rodea, y empezamos a conocerlo mejor. Surge entonces el sentimiento de la esperanza: esperanza no es esperar lo bueno, sino estar plenamente abiertos a cualquier acontecimiento, con el ánimo de experimentar en toda su riqueza aquello que la vida nos ponga en nuestro camino. Los místicos usan una palabra: kairós. El kairós es lo oculto, lo que está por venir y, por eso, como se dice en el Evangelio, hemos de estar como esas novias con el candil encendido, expectantes pero serenas y sin agobio, ante lo que la fortuna traiga a nuestra vida.


La tercera y última de nuestras ilusiones tiene que ver con el deseo, que es ese movimiento que se produce en nosotros, instantáneo, y según el cual nos movemos y ponemos los medios que tenemos a nuestro alcance para conseguir algo. El deseo es una realidad humana primordial, porque es fuente y motor de la mayoría de nuestros actos y pensamientos. El budismo es la doctrina mística que más se ha interesado por el deseo. Y,

conscientes de esta realidad, aún sostienen que nuestra realidad primordial del deseo es la que más afectada está por la ilusión y, por tanto, es para el ser humano la fuente de la mayoría de lo sufrimientos.


La mayoría de nosotros sencillamente seguimos nuestros deseos, y ponemos todas nuestras capacidades para poder alcanzar lo que deseamos. Y, sin embargo, pocas veces nos damos cuenta de que el desear es en sí mismo e inmediatamente un tipo de sufrimiento. Y ello por tres razones. En primer lugar, porque, en el fondo, el deseo es igual a la experiencia de que algo me falta, de que carezco de algo. Es decir: nuestros deseos se ponen en funcionamiento por un sentimiento previo y siempre negativo, que es la carencia que tenemos de esta o aquella cosa.


Otro de los motivos por los que el deseo es sufrimiento es que es un movimiento que nunca termina: en efecto, cuando hemos conseguido lo que deseamos, inmediatamente empezamos a desear cosas nuevas, en un ciclo que no tiene término. A eso es a lo que el budismo llama karma, una palabra que no comprendemos en nuestra cultura adecuadamente. Finalmente, según el budismo, existe en nosotros un deseo más amplio y fundamental, ese que, a su manera, es el inicio o el padre de todos los demás. Es un deseo por el que todos estaríamos dispuestos a renunciar a todo, y no es otro que el deseo de vivir. Lo que algunos filósofos han llamado voluntad de vivir.


Pues bien, la conciencia de nuestra mortalidad es aquí también una gran maestra. Y es que se nos muestra como evidente, que ese deseo fundamental no solo es sufrimiento por el hecho de ser un deseo, sino por el hecho de que jamás podrá cumplirse. Efectivamente, por mucho que deseemos estar aquí siempre, algún día ya no estaremos. La muerte enseña algo entonces que en principio parece muy duro: que el existir, el estar aquí conlleva de por sí un sufrimiento que es natural, y que está en todos nosotros. Un místico del s. XIV, autor de la Nube del no saber, así lo expresa: en el corazón de todos nosotros existe una insatisfacción y tristeza última, extraña, de la que no hay causa que podamos determinar y que está ahí por el simple hecho de que somos, de que existimos.


Es cierto que algunos pensadores, ante tal perspectiva, han desembocado en el pesimismo. Los griegos, quienes tenían muy presente este fenómeno, lo expresaban diciendo que para nosotros, sería mejor no haber nacido. Sin embargo, en el budismo el reconocimiento de nuestra condición sufriente es fundamental, porque hace posible que nos reconozcamos unos a otros y de que tomemos conciencia de que en esto del sufrir no estamos solos, porque todos somos iguales en este caso.


Así, la muerte nos enseña a poner nuestros sufrimientos en una perspectiva más amplia, universal. Porque gracias a esta perspectiva más amplia, nos damos cuenta de que ese estado de insatisfacción no es solo nuestro, sino que está en todos y cada uno de nosotros: en nuestros familiares, en nuestros amigos, en las personas que no conocemos y hasta en las personas que nos parecen malas, repugnantes u odiosas. Este reconocimiento significa abrir los ojos para poder contemplar a los demás de la misma manera que a nosotros mismos. Se trata, entonces, de entender que todos somos iguales en el fondo. Y ese reconocimiento hace que vivamos con compasión. Fijémoslos también en esta palabra: pasión significa emoción, estado interior, y, en latín “con” significa “compartir”. Imaginemos qué ocurre cuando una persona nos causa daño.


Normalmente, sentimos rabia, necesidad de reparación o incluso necesidad de devolver el daño. Pero si entendemos que, en el fondo, las acciones del otro derivan de sus deseos e insatisfacciones, entonces seremos capaces de ver que ese daño es producto de sus deseos y que, en el fondo, esa persona también está sufriendo. Nos ponemos en el lugar del otro, compartiendo y experimentando con él sus sufrimientos. Esto hace que cambiemos mucho nuestras emociones: porque ya no sentimos la necesidad de que reparen el agravio, o de devolver mal por mal. En cambio, sentimos el dolor en el otro, y eso hace que nos abramos a comprenderlo, a dialogar, e incluso a intentar hacer más pequeño su dolor y el nuestro propio, conjuntamente.


Concluyendo, me gustaría resumir todo lo dicho en unas pocas palabras. Cuando hablo con muchos de quienes visitan el cementerio donde trabajo, siempre concordamos en algo que es obvio y que allí todos tenemos muy presente: que todos vamos a morir, igual que los que están allí enterrados. Que yo me acabo y no existiré más.


Sin embargo, aunque lo sepamos, no nos lo tomamos muy en serio. Hemos de hacer el esfuerzo por recordar nuestra mortalidad, eso que en el pasado se llamaba memento mori. Recordemos nuestra muerte, sintámosla como algo absolutamente real, para que así podamos esclarecer en qué consiste nuestra vida. Solo teniéndola presente podremos ir poco a poco mejorando nuestros sentimientos sobre las cosas: sabremos qué nos limita, y, lejos de empezar obras titánicas e imposibles, nos quedaremos en nuestro sitio; viviremos más atentos a nuestra vida presente, y no enfangados en imaginaciones que a nada nos llevan; finalmente, tendremos más capacidad de comprender a nuestro semejantes, y entender que, en el fondo, todos somos iguales y estamos atados al mismo destino.


*Juan Carlos Fernández es el director del Cementerio de Albolote en Granada. Doctor en filosofía y acompañante espiritual del camino contemplativo. Esta entrada ha sido adaptado de una ponencia suya en la "2da Jornada sobre la vida, la muerte y el duelo".


Puedes ver aquí la ponencia completa.




95 visualizaciones0 comentarios

Entradas recientes

Ver todo

Comments


bottom of page