Nos enfrentamos como humanidad a un momento que nos pone a prueba en todo sentido. Sin embargo, este puede ser un momento propicio para recorrer los caminos de la interioridad y hacer de la cuarentena un tiempo fecundo. Debes enfrentar la pregunta: ¿si te fuera revelado que no sobrevivirás esta pandemia, qué te gustaría hacer con tus últimos días?
1. Fragilidad e incertidumbre
Hay algunos momentos en que la vida nos permite enfrentar el abismo de nuestra fragilidad. La miseria de nuestra pequeñez. Hace apenas un par de meses, cada uno tenía alguna imagen de lo que sería su vida en este tiempo: planes, deseos y futuro (y eso que lo llamamos a corto plazo, ¿qué será del largo plazo?). Sin darnos cuenta, pasamos parte de nuestras vidas en el reino de la fantasía, en donde somos señores y amos del universo. Usando nuestro tiempo para disponer de un futuro del que nos creemos dueños. Hoy un virus nos despierta de esta pesadilla, de la tiranía de nuestro propio ego y nos desnuda la realidad; hoy tomamos consciencia que no sabemos a ciencia cierta cómo ni dónde estaremos en 15 días (como no lo sabíamos hace un par de meses).
¿Qué es lo que verdaderamente tenemos? ¿Con qué contamos en realidad? ¿Por cuánto tiempo más? ¿Cuál es la magnitud de nuestra vida en el cosmos?
Vivimos distraídos con lo más superfluo e irrelevante hasta que la presencia de muerte, la hermana muerte corporal como la llamó San Francisco, desvanece el espejismo de lo urgente y nos permite atisbar lo esencial; eso que yace justo al frente de nuestra mirada y que, como dice el Principito, es invisible a los ojos. Si bien esta pandemia es un tiempo difícil para nuestra especie, es también un tiempo privilegiado para emprender el camino de la interioridad. Peregrinar hacia nuestro centro y descubrir en él la Fuente de la vida.
La muerte nos pone cara a cara con el misterio. Para los Padres del desierto, monje es aquel que se ocupa sin cesar del recuerdo de su muerte. Los monjes trapenses cavan en una esquina de su jardín el lugar donde les gustaría ser enterrados y así, día a día contemplan su propia finitud y contingencia. San Ignacio dirá que en las decisiones más cruciales de nuestra vida es muy provechoso imaginarnos en nuestro lecho de muerte y considerar cómo nos hubiera gustado elegir. Son innumerables las personas que en las situaciones más al límite, donde todo parece insalvable, tienen una epifanía que lo cambia todo.
El tiempo del Covid-19 puede (¿debe?) ser un tiempo para la espiritualidad.
2. La sed, el banquete y el tiempo.
Dice Ernesto Cardenal: “todo ser humano nace con las entrañas heridas por este amor, nace con una sed.” Es la sed de Infinito, el anhelo de Ser. Hemos sido creados para el amor; para hacernos uno con el Amor. Es un dolor; una insatisfacción. La certeza que hay algo más.
Cada uno cree conocer la medida de esta herida, y asumimos equivocadamente que tenemos la respuesta exacta que finalmente nos saciará. Y después de probar y conseguir aquello que tanto anhelábamos, o no conseguirlo, nos descubrimos igual de vacíos. Como la sensación que nos deja un objeto que hemos adquirido con avidez: abrimos la caja con la esperanza de cierta felicidad y minutos después, cuando pasa la emoción inicial, volvemos a sentirnos como antes, igual de insaciados, igual de insaciables.
Olvidamos que hemos sido invitados a calmar nuestra sed, a encontrar el reposo de la paz verdadera, al gran banquete que nos dejará finalmente satisfechos. Dice Jesús: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Jn 7, 37); “Vengan a mí todos los que están cansados y sobrecargados y yo les daré descanso” (Mt 11, 28). O también, que el Reino de los Cielos se parece a un Rey que invita al banquete de las bodas de su hijo, y los invitados se excusan, unos por estar muy ocupados en sus campos y otros por estar muy ocupados en sus negocios. En nuestras distracciones aplazamos lo importante, lo perdemos de vista y no acogemos esta invitación; porque no tenemos tiempo, decimos.
Curiosa paradoja esta si consideramos que tiempo es lo único que tenemos, todo lo demás no lo poseemos: ni los objetos, ni el trabajo, ni la cuenta bancaria, ni a los que amamos; tampoco nuestra vida. Estamos desposeídos. Todo nos puede ser arrebatado en un instante. Recordemos que hasta este momento, han fallecido más de 35.000 personas en todo el mundo; y es un número que tristemente crecerá mucho más.
No disponemos tampoco ni del tiempo pasado ni del tiempo futuro. Contamos con cada día, uno a la vez. Por algo dirá también el Señor: “No se preocupen por el mañana: el mañana se preocupará por sí mismo. Cada día tiene bastante con sus propios problemas” (Mt 6, 34). Dios, siendo el creador del cielo y la tierra, y siendo su deseo para nosotros que participemos de la fiesta con Él, termina convertido, por amor, en un mendigo de nuestro tiempo.
La cuarentena ha supuesto, para muchas personas, un cambio de ritmo drástico. Desvanecidas muchas de las cosas que imponen el ritmo frenético en el que vivíamos, nos hayamos recluidos en nuestras casas. Y la gran pregunta sigue siendo nuestro tiempo: ¿qué hago con la vida que me es dada, instante a instante? Nos hallamos acechados por dos peligros.
Por una parte, la tentación de buscar matar el tiempo; que es, matar la vida. Los dispositivos digitales y los usos que les damos han favorecido la edificación de una cultura del estímulo, la pantalla, la exterioridad y el ruido. En nuestro mundo subyace la idea que, para lidiar con la sed existencial, basta estar entretenidos. Por eso, este tiempo puede exacerbar el movimiento de escape hacia lo exterior: redes sociales, grupos de WhatsApp, Netflix, pasatiempos, etc.; consumir y consumir contenidos vacíos, chicle digital cuando tenemos hambre de Ser. Nuestro apetito más profundo necesita silencio.
Por otra parte, para muchos el trabajo es una actividad que ha perdido su sano equilibrio en la vida. Nos dejamos consumir por las presiones de resultados y rendimiento, y caemos con facilidad en el estrés y el cansancio. Hoy como nunca antes en la historia, muchas son las personas que deben tomar algún tipo de medicamento para la ansiedad o el sueño como consecuencia de la falta de balance entre lo laboral y todo lo demás. Para algunos, este tiempo de cuarentena, lejos de representar una restauración de los ritmos más naturales de la vida en casa, ha significado sólo trasladar el lugar de nuestra locura y ambición.
Para otros, en cambio, la rutina no ha cambiado; si acaso, se ha intensificado. Son muchas las personas que deben continuar sus labores desde su lugar de trabajo: profesionales de la salud, productores de alimentos, transportadores, mensajeros, rappitenderos, etc. La sociedad descansa sobre sus responsabilidades y estas, en momentos así, suelen ser más agobiantes y riesgosas.
El tiempo, nuestro tiempo: es la gran pregunta a la que nos llevan estos acontecimientos. Si supieras que no sobrevivirás esta pandemia, ¿cómo te hubiera gustado pasar tus últimas semanas? ¿Dedicas tu tiempo a lo más importante? ¿Encuentra Dios cabida en tu agenda?
3. Un momento propicio: “El tiempo se ha cumplido”.
Consideremos cómo la cuarentena impone unas condiciones que resultan favorables a la búsqueda de trascendencia y los caminos de la interioridad.
En primer lugar, la incertidumbre. Basta ver los primeros pronósticos de los “expertos” cuando aparecieron los primeros casos de Covid-19 en el mundo para observar cómo esto ha desafiado cada una de nuestras previsiones como especie. Semana a semana hay cambios drásticos dejando a muchos en el limbo, por ejemplo, aquellas personas que salieron de su país y no han podido regresar a él. En momentos de tanta incertidumbre es esencial recuperar la conexión con nuestro centro, afinar el discernimiento, ganar perspectiva y encontrar la calma necesaria para poder juzgar y decidir con claridad.
Segundo, el confinamiento. Estar lejos del ruido y de las distracciones que supone la vida corriente nos permite sintonizar más fácil nuestro corazón. Recordemos que, por ejemplo, Ignacio de Loyola tuvo su despertar espiritual estando forzosamente recluido en su casa y postrado en su cama a causa de una herida de guerra. A pesar que las historias de caballeros, damas y batallas lo entretenían, notó como, cuando leía la vida de Jesús o de los santos, descubría otros gustos que permanecían en su corazón y no se desvanecían con el tiempo. Por lo general es bueno alejarse del ruido para escuchar lo esencial.
Tercero, el consumo y la vanidad. Para casi todos los que hemos estado viviendo la cuarentena en nuestras casas y aún para algunos que han tenido que salir a trabajar, notamos como nuestros gastos se disminuyen drásticamente. Sin ocasión para comer fuera, ver una película en el cine, ir de compras, y tantas otras cosas, podemos observar y distinguir aquello que es accesorio y de lo que es esencial. De igual manera, al estar en casa la vanidad tiene menos cabida, y despojados de lo superfluo abrirnos a la receptividad de lo Eterno.
Cuarto, los nuevos retos. Estas extrañas circunstancias han supuesto cambios drásticos en casi todos los aspectos de la vida. Padres de familia reconvertidos en educadores de sus hijos y corresponsables en su proceso formativo del colegio en casa. Otros tantos, acostumbrados a desplazarse a su lugar de trabajo deben reconvertir alguna parte de su hogar en oficina y aprender a encontrar la estructura en este contexto. En fin, todos los cambios, aunque traen dificultades, también despiertan nuestra conciencia y así nuestra atención en el presente, en nosotros y en los que tenemos cerca.
Quinto, el tiempo en familia. Me contaba hace unos meses una amiga, rectora de un colegio, que entre sus estudiantes son una minoría aquellos que comparten con regularidad la mesa con sus padres. En ocasiones, el tiempo que compartimos con quienes más amamos es limitado a causa de nuestras responsabilidades. Tanto la vida de pareja, como las relaciones filiales de todo tipo requieren presencia y tiempo. Estar en la casa puede ser la ocasión de reencontrar el romance, el juego, sentarse a comer, conversar y ahondar en la verdadera intimidad. Recordemos lo que hizo con familias colombianas el famoso “apagón” del 92.
4. Nuestro hogar, nuestro monasterio
Ningún otro hábito es tan importante como reservar un tiempo del día para presentarse desnudo, en unión con el cosmos, frente a la Divinidad. Todas las tradiciones espirituales de la humanidad proponen algún tipo de silencio sagrado en el que podemos encontrarnos con lo que somos, con el universo y con el Absoluto. En el cristianismo, este encuentro se da en el plano de una relación personal con el Misterio, que es Uno y Trino y que nos fue revelado en Jesucristo. Es el encuentro con Dios en el lugar de su morada, pues su Espíritu nos habita.
Santa Teresa, doctora de la Iglesia por su doctrina de la oración, la compara como la actividad de regar un jardín, en el cuál puede florecer la vida en plenitud. También, dice que nuestra alma es como un castillo con distintas moradas. En su centro, el lecho matrimonial donde nos hacemos uno con el Amado. Solo mediante la oración podemos hacer que nuestra vida no sea un mero rondar exteriormente el castillo, desconociendo tesoro tan grande y excelso que llevamos dentro. Dirá la Santa que quienes no tienen oración son como un cuerpo con parálisis que, aunque tiene pies y manos, no los puede mandar.
La oración es verdadero autoconocimiento. Desnudos delante de Dios es cuando conocemos lo que somos. Dirá también Santa Teresa: “No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no nos entendamos a nosotros mismos, ni sepamos quienes somos. ¿No sería una ignorancia, hijas mías, que le preguntasen a uno quién es, y no conociese y supiese quién fue su padre, ni su madre, ni que tierra? Pues si esto sería una bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras, cuando no procuramos saber qué cosa somos… Más que bienes puede haber en nuestra alma, o quién está dentro de esta alma, o el gran valor de ella: pocas veces lo consideramos.”
Orar es una actividad natural para el ser humano. Hemos sido creados para entrar en comunión con quien nos creó. Jesús, maestro de oración, enseña que para orar no se necesita mucho, solo reservar un espacio para entrar a donde nadie nos ve, y dejarnos observar en lo secreto por el Padre que todo lo conoce. Que tampoco se necesitan muchas palabras. Y que debemos saber pedir, y si pedimos con fe, todo se nos concederá. También nos enseña qué es lo que hay que pedir en las 7 súplicas del Padrenuestro.
Para orar necesitamos silencio. Dirá Cardenal:
“La Palabra de Dios, el Verbo, es una palabra que sólo se nos revela en el silencio. Él está en el fondo de cada ser, y está dentro de nosotros mismos. Para encontrarlo a Él no es necesario caminar lejos, ni salir de uno mismo. Y no es necesario caminar lejos para encontrar la felicidad, sino que basta encontrarse a uno mismo. Basta descender al fondo de nuestro propio ser y descubrir la propia identidad (que es Dios). Pero los hombres modernos tratan siempre de huir de ellos mismos. No pueden estar nunca ni callados ni solos porque eso sería estar con ellos mismos, y por eso los lugares de diversión y los cines están llenos de gente. Y si alguna vez quedan solos y están a punto de enfrentarse con Dios, prenden la radio o la televisión.”
Algunos recomiendan orar para protegernos de forma mágica ante el virus. Esta forma de oración gira en torno a nosotros y nuestros deseos egoístas; esto es acercarse a Dios por interés. Cuando la búsqueda no trasciende el plano autorreferencial estará condenada a quedarse en la superficie. Lo que debemos buscar en la oración es a Dios en sí mismo, y dejarnos guiar por Él.
La oración trasciende el momento que dedicamos a ella. La verdadera oración es la que somos. Cada acto de la vida, por pequeño que sea, está lleno de significado. Pero existe un velo que no nos permite comprender o captar el milagro que es la realidad. Si pudiéramos, aunque fuera por un instante, contemplar el milagro que tenemos al frente, nos romperíamos por dentro y volveríamos a nacer, completamente distintos, iluminados; transformados por el Amor. El silencio sagrado engendra atención al presente, la posibilidad de entregar todo nuestro ser a lo que estamos haciendo.
El descanso es una forma de santificar la realidad. Por eso, una de las primeras cosas reveladas en la Ley fue descansar al menos un día en la semana, y darle descanso a los trabajadores y a la tierra. El cansancio es una enfermedad contemporánea. Por eso muchos viven anhelando las vacaciones que se acercan, de viaje en viaje a ver si encuentran en alguna parte del mundo eso que finalmente los hará descansar. Y no lo encontramos porque, en palabras de San Agustín: “Nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti”.
El reto es saber llevar nuestros días en un ritmo natural, dedicando el tiempo justo a cada cosa. Me parece muy sugerente que en los monasterios ni existen ni se anhelan las vacaciones. Los monjes, en todas las religiones, encuentran en el encierro un estilo de vida equilibrado entre la oración, el trabajo, el estudio y la vida fraterna.
La oración crece en el orden, y el orden crece con la oración. En primer lugar, hay que ordenar el tiempo. De lo contrario corremos el peligro que, al acostarnos, no sepamos bien en qué se nos fue nuestro día, como si se esfumaran los minutos vividos. Asimismo, ordenar el tiempo nos permite encontrar el espacio diario reservado para el silencio y el encuentro con Dios.
En las experiencias de los retiros espirituales de silencio de más de una semana he podido tomar consciencia de cómo la rutina me hace descansar y cómo esta estructura, lejos de volverse tediosa, me permite descubrir la unicidad de cada momento y de cada día. Además, el orden en el tiempo combate la pereza y el desánimo, eso que los Padres del Desierto llaman acedía; o nuestros tiempos: "malparidez existencial". Un insoportable peso de letargo que nos paraliza mientras vemos, de lejos, los días pasar sin que participemos en ellos.
Por otro lado, mantener nuestras casas en orden requiere de esfuerzo, atención y generosidad. Todas las tareas domésticas, por insignificante que sea su apariencia, son una oportunidad simple y profunda para amar. Compartir esa carga entre los que habitamos el mismo espacio o encargarnos de su pulcritud cuando vivimos solos es un verdadero ejercicio ascético y espiritual. Ignacio de Loyola recomendará, por ejemplo, que quienes hacen Ejercicios Espirituales asuman conscientemente las tareas del aseo y el orden de su habitación.
5. ¿Un retiro espiritual en tiempo de pandemia?
Por último, en un momento calificado apocalíptico, unas palabras del Apocalipsis: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Todos los que sienten una inquietud, o un anhelo de acercarse más a Dios, o que ha llegado el momento de abrir las puertas de la interioridad, ¡atención! Es el llamado del Buen pastor el que resuena adentro. Es el momento de atenderlo.
Con el equipo de Silencio y Espiritualidad nos encontrábamos organizando un retiro espiritual de 3 días, siguiendo la metodología de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio cuando apareció esta pandemia y todo lo que con ella ha llegado. Construimos una propuesta para que cada uno pueda vivir, de forma cotidiana, su propio retiro espiritual. Para más información consulta: Ejercicios Espirituales en tiempo de confinamiento.
Si al leer estas palabras, en tu corazón ha resonado alguna persona, por favor compártele este texto.
Kommentare